En un mundo que proclama estar "hecho para todos", surge una inquietante pregunta: ¿Por qué no está construido para acoger a todos por igual? Esta interrogante resuena especialmente para quienes viven en carne propia una discapacidad, ya que enfrentan una realidad desgarradoramente diferente.
Es triste ver que algunos no pueden disfrutar de los derechos y oportunidades que merecen como ciudadanos, pero es aún más doloroso para quienes desean mejorar esa realidad y se ven atrapados por el sufrimiento ajeno y una enfermedad implacable.
Hablo de aquellos que cuidan con amor y esmero a quienes viven con condiciones especiales. Ellos absorben todos los problemas y retos sin titubear, ya que sus seres queridos lo son todo para ellos. Cuando mencionamos a quienes enfrentan limitaciones físicas, nuestro enfoque principal suele ser la empatía hacia ellos, lo cual está bien, pero rara vez nos ponemos en el lugar de quienes viven día a día con la agonía de ver a alguien amado sufrir.
El desgaste psicológico, social y económico que conlleva esta posición es abrumador, convirtiendo el principal objetivo de vida en cuidar a esa persona. Cada lágrima, risa y miedo se fusiona con los de su ser amado, mientras el pánico constante de perderlos se convierte en una verdad ineludible. Aunque nieguen ante los demás lo difícil que es llevar esa carga, se sumergen en la tristeza de su vivencia, a veces sin buscar consuelo en otros, porque creen que deben ser, en todo momento, fuertes y valientes.
Hablo desde la experiencia: es una dura prueba cuidar a alguien en circunstancias difíciles. A mis doce años, mi abuela María, una mujer llena de vida, fue diagnosticada con cáncer de colon. Con el tiempo, el cáncer se esparció por todo su organismo, llegando al cerebro y, en consecuencia, cada parte de su cuerpo dejó de funcionar.
Aquella mujer que no podía estar sentada más de cinco minutos en su sofá, porque siempre quería estar activa, ahora estaba en su cama, sin poder hablar ni moverse. Recuerdo bien el sentimiento de angustia, pero siempre me mantuve fuerte, porque así lo creí necesario. Ayudarla era mi prioridad, tanto que me distancié de mi vida. Bajé mis calificaciones en el colegio, dormía a lo sumo unas cuatro horas y perdí el apetito.
Pero no era la única; mi madre, Jessica, quien hizo el mayor esfuerzo en esta lucha, contenía su tristeza para convertirse en el pilar de aquellos soldados caídos. Aunque las risas a veces nos distraían, al hablar del tema nunca faltaba una lágrima en nuestro rostro.
Con el tiempo, entendí que está bien expresar las emociones, llorar y vivir con temor. Es parte de ser humano. Debe ser normal permitirse sentir y compartir esos sentimientos y preocupaciones, porque, al fin y al cabo, todos tenemos pensamientos similares.
Debemos quitarnos la venda de la ignorancia y el cartel de la crítica de la frente, y dejar de opinar sin haber visto las dos caras de la moneda.
Es importante escuchar la voz silenciosa de quienes velan por el bienestar de aquellos que requieren asistencia especial, brindarles comprensión y apoyo emocional, para que, en medio de sus desafíos, encuentren la fuerza para seguir adelante y aprender que la verdad, por difícil que sea, es válida y digna de ser compartida.
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